La impronta del sol

Carlos Caputto: la impronta del sol
Por EDUARDO LUCIO MOLINA Y VEDIA

Para Carlos Caputto la cámara, la luz, el papel sensible o emulsionado, las propias imágenes, el color, las palabras o las rayas que agregaba, la intervención del azar o de lo casual, no debían tener necesariamente una cita puntual en la instantaneidad de la toma. Eran otros tantos instrumento o factores con los que jugaba en diversas fases del proceso de creación, otros tantos elementos maleables, o más o menos dóciles a su voluntad —algo así como los pinceles, gubias o pigmentos en las artes plásticas—, que le servían para elaborar su trabajo, sus fotos o lo que fueren, como si se trataran de cuadros. Sólo que lo hacía sobre una base, una impronta o un surco fotográfico, pero desentendiéndose, en todo caso, de la a menudo innecesaria, imposible o irrelevante simultaneidad del encuentro interactivo, en un único momento dado y bajo una luz determinada, entre el autor, la cámara y el motivo de la obra.

Sus temas fueron frecuentemente imágenes de rostros o de figuras humanas, paisajes urbanos, parques, bosques, aguas tanteando un malecón donde dos hombres desconocidos y aislados entre sí, absortos en una alerta indiferencia, esperan un arribo que ignoramos. La mirada y el sello de Caputto resultan siempre subjetivos. Suelen trasuntar una nostalgia nada autocomplaciente, una nostalgia cuesta arriba, no exenta en ocasiones de un aire de ambiguo misterio o de un toque dramático, que evitaba caer en la melancolía habitualmente atribuida a esa abstracción identificable como “idiosincrasia argentina”.

Salvo excepciones, como una excelente serie sobre Jerusalén 1982 (“tomas directas en blanco y negro, sobrio reportaje sin títulos originales, fotos de silencio y virtuosa riqueza grises que recorren los muros, sus inscripciones, y hacen de la figura humana un elemento compositivo, siempre anónimo”, comentó la experta Nilda Durante), Caputto practicó una forma distinta a la habitual en el arte de hacer y copiar fotografías; un estilo más artesanal, por así decirlo.
Usaba papel del que se emplea para pintar con témpera o acuarela, cubriéndolo bajo luz de seguridad de una emulsión fotosensible con base en goma bicromatada, a la que combinaba con otras diversas sustancias químicas y le incorporaba color (témpera). Una vez seco, el papel así preparado quedaba listo para su uso. Recurriendo a técnicas de ampliación obtenía negativos grandes, del tamaño deseado. Entonces producía el acto: ponía bajo la luz solar el negativo elegido sobre el papel emulsionado (colocando encima un vidrio para mantenerlos fijados), y lograba así la impresión de la imagen básica: un “positivo” muy especial (diferente al que solemos conocer), que revelaba luego limpiando con agua las partes no impresionadas por la luz, mientras que las demás no resultaban desprendidas del papel por el líquido. Más tarde aplicaba líneas, raspados, o palabras. Esta técnica le permitió también lograr un aumento del contraste, o el empleo de varios colores agregados a la emulsión, a través de sucesivas impresiones del mismo negativo sobre el papel sensible.

Desechaba muchos originales. Una nube o un cálculo impreciso del tiempo de exposición o de la luminosidad del día, un resultado desfavorable por cualquier otra causa aleatoria, podían malograr el intento.

La técnica de la goma bicromatada fue magistralmente utilizada, a fines del siglo diecinueve, al servicio de una expresión obviamente distinta, por Edward Steichen, el gran fotógrafo estadounidense creador de la monumental obra La familia del hombre. La base del método es la sensibilidad a la luz del bicromato de potasio (también pueden emplearse el de amonio y el de sodio), que se combina con un coloide orgánico como la goma arábiga (otros pueden ser la albúmina, la cola de pez, el azúcar, la gelatina, cada una de las cuales sirve para producir variantes específicas). Bajo la acción de la luz la goma impresionada se endurece, mientras que en las zonas que no reciben luz el agua deja limpia la superficie original del papel. Con la goma bicromatada pueden manipularse el tono, el color, la masa, la textura. Algunos detalles pueden ser realzados y otros, en cambio, eliminados trabajando cuidadosamente con un pincel. Se trata de un procedimiento tanto físico como químico, y con la práctica se puede operar un control total.

Si la fotografía es en verdad una lectura de lo real que sin embargo nos da la ilusión convincente de ser lo real mismo, la obra de Caputto nos pone ante la manipulación creativa de los efectos de esas ondas de luz que pretenden fijar el tiempo en una eternidad convocable a cualquiera de nuestros presentes.

Barthes explica así la potencialidad evocadora de la foto: “De un cuerpo real, que estaba allí, han partido radiaciones que vienen a tocarme, a mí que estoy aquí; poco importa la duración de la transmisión; la foto del ser desaparecido viene a tocarme como los rayos diferidos de una estrella. Una especie de cordón umbilical une el cuerpo de la cosa fotografiada a mi mirada: aunque impalpable, la luz es aquí efectivamente un núcleo carnal, una piel que yo comparto con lo que ha sido fotografiado.”

En Caputto esta magia del encuentro del espectador con la huella de un pasado que así se actualiza deja de ser básicamente pasiva para convertirse en dramática, estética y virtualmente activa. Subraya en su mensaje la idea expresada por Hölderlin: “Es poéticamente como el hombre habita esta Tierra”.

Poco antes de su muerte por un ataque agudo de asma, Carlos Caputto escribió lo que sigue:

Absuélveme con tu mano azul, dulce mañana.
Ya las oscuras sombras del temor han pasado
y en tu suave caricia
encuentro al fin refugio.

Como un cazador furtivo
llego a tu luminoso país
y me acurruco en tu piedad.

Como los dientes de la bestia feroz
llegan a la carne que la alimenta,
así llego yo a tu corazón,
descanso de mi sangre.

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